sábado, 2 de agosto de 2014
viernes, 15 de julio de 2011
GANAS
domingo, 24 de octubre de 2010
DESAFIO 4 PICOS II Edición finish
martes, 10 de agosto de 2010
jueves, 13 de mayo de 2010
El Gato Autómata
Para mi hermana,
Que tanto la quiero.
© 2010, Autor
Proyecto gráfico y diseño: Venancio Martínez
Ilustración cubierta: wildcats @ 08:50
Self publishing
uluwatuu@gmail.com
Índice
I) CONSECUENCIA……………………………………………….Pág. 6
II) RAIZ………………………………………………………………..Pág. 9
III) PERSISTENCIA………………………………………………...Pág. 11
IV) DESORDEN……………………………………………………..Pág. 13
V) CIRCUNSTANCIA……………………………………………..Pág. 18
VI) PERVERSIDAD………………………………………………...Pág. 22
VII) TRAMITE………………………………………………………...Pág. 24
VIII) CAOS………………………………………………………………Pág. 25
IX) ESPECTATIVA………………………………………………....Pág. 28
X) ENFRENTAMIENTO………………………………………….Pág. 30
XI) CATALIZADOR………………………………………………...Pág. 33
XII) APERTURA……………………………………………………...Pág. 35
XIII) VENGANZA……………………………………………………..Pág. 37
XIV) RESENTIMIENTO……………………………………………..Pág. 39
Consecuencia
Es un día cualquiera, un día trivial en tu vida. En la calle puede ser que este lloviendo, que el calor matinal derrita las inimaginables nieves caídas, que estén las hojas desmoronándose o que las chicharras simplemente soporten un sol de justicia. Eres totalmente ajeno a tu destino inmediato, al dolor que te acecha.
Son las diez en punto de la mañana. Te levantas y aunque no te apresuras, tu conciencia demanda un desayuno en condiciones. Ojeas la saca de naranjas furtivas, cítricos supremos que fueron librados de esclarecer teorías de gravedad y sin ni si quiera rebanarlas con el cuchillo ya refrescan tu paladar. Tu avaricia hace que te escurras más de medio litro, con intencionada alevosía y en conocimiento de la abundancia, cribas la pulpa. Con la astucia de un estratega, catas antes de endulzar. Perfecto!
A continuación, un microchip alojado en tu hipotálamo avisa de que en el segundo cajón del congelador a la izquierda, hay pan de nueces. Sí, el trozo es suficientemente grande para reanimarlo y compartirlo, no hay peligro. Desearías albergar en tu nevera un poco de mantequilla auténtica o algún vestigio de manteca de cerdo, pero hoy te conformaras con el ungüento de grasa vegetal cotidiana, deliciosa en tiempos de guerra.
Comienzas la tarea de reformar lo que ya esta reformado en el cuarto de las niñas. Momentáneamente, clavas púas de forma aleatoria sobre la pared, mientras discurres como darle una solución al nuevo enigma eléctrico que te han planteado desde jefatura. De momento, creo que seguirás incrustando clavos a la espera de una mayor fuente de sabiduría que te ilumine por tan sobrio valle.
La mañana transcurre impasible. Vives cómodamente y hace dos horas escasas que el equipo de tu ciudad ha ganado al eterno rival en el derbi dominguero. A quién no le gusta un derbi?, Sea de lo que sea. Saboreas la victoria, la gloria, te regocijas con los comentarios absurdos y llenos de impotencia de la emisora no-local que lleva las ondas de radio a tu casa. Estúpidos miserables!
En el interior de tu acogedor hogar, degustas una comida un tanto picante con tu mujer, tu novia, tu amante o tu amiga, qué más da, la comida pica de todas formas. Maldición! siempre enardecen estas comidas mejicanas cuando no las prepara uno mismo. Te alivias con cerveza, agua o lo que pillas a mano. Y mientras terminas el postre comprobando el tiempo venidero, gracias al explicito y extendido programa de la Uno, un profundo dolor te sorprende a ti y a tu estómago.
Raíz
Formando parte de la casa estaba seguramente, antes de yo nacer. Recuerdo aquel gigantesco cuadro, como si fuera ahora mismo, enganchado en casa de mis abuelos. Pero no recuerdo su nombre, si es que algún día lo supe. Su pelaje era gris, sus ojos negros. El fondo era de un granate brioso. Ejercía una misteriosa atracción y de igual manera me producía un especial escalofrío. Nunca llegué a entender que tuvo ese animal para hacerle una foto tan grande y más tarde colgarla en la pared, sobre todo teniendo en cuenta la tierna edad del cachorro.
Luego apareció él. Era una bola blanca. Sus patas, orejas y cola teñían oscuras y un intensísimo azul iluminaba sus ojos penetrantes. De pequeño fue como todos los retoños que he conocido, enternecedor. Y sí, he de confesar que me entusiasmaba ir a divertirme a su lado. Pero pronto descubrí que aquel ser guardaba una personalidad propia del dios de la Guerra. Y eran incontables los arañazos con los que terminaba en los brazos después de jugar con él. Aquel día estábamos en el jardín que hay enfrente de casa de mis padres. Era mediodía, era una mañana tranquila. Jugábamos, pero algún cable se le cruzó ó quizá su cerebro había crecido más que su pequeño cráneo ó tal vez fue poseído por algún demonio del ultramundo. El caso es que aquella gran cabeza con sus enormes y afilados dientes blancos se aferró a mi mano. Me aparte de un brinco y un alarido de dolor recorrió mi garganta mientras la sangre brotaba de mi mano y bañaba el verde césped. Clave mi mirada en él. Esperaba aún receloso, apartado escasamente a tres metros de donde yo me encontraba. Y quise comprender, pero no pude. En ese momento le deseé mil tormentos y después, por aquello del rencor y mi juventud, nunca pude olvidarlo, ni quise perdonarle. Cuando me enteré que había muerto por una obstrucción de la uretra era muy ignorante para comprenderlo. Pero ávido de curiosidad, pregunté. Sangre en la orina, dificultades en la micción e incluso pueden llegar a vomitar debido al dolor que produce la extensión excesiva de la vejiga y al acumulo de algunas toxinas en la sangre.
Joder!! Ese animal tuvo que sufrir. Me imaginaba la estampa en mi cabeza y puede que se me escapara algún indicio de compasión.
Persistencia
Te acuestas sobre el sillón y ese malestar va creciendo en tu interior. Reposo, tan solo necesito reposo te dices una y otra vez. Son las cuatro y el deseo irrefrenable de vomitar te hace correr al baño. Arqueas tu espalda mientras dilatas la mandíbula y como ajeno a la situación buscas una explicación, pero no la encuentras. En breve terminas, pero el pinzamiento del estómago no se va, tendrás que repetir la operación. Adoptas un sinfín de posturas que no terminan de aliviarte. Son las ocho y has ido tantas veces al baño que ya ni lo recuerdas. Absorbes agua para poder expeler algo por tu boca e ingieres una pastilla de sales para no deshidratarte. La sensación de que te va a estallar la garganta es insoportable. Algo va mal, esto comienza a preocuparte. Quizás es una gastroenteritis. Caes rendido, exhausto. Pesadillas. Te incorporas sobresaltado, son las once de la noche y corres de nuevo para no manchar la alfombra del comedor. Te encuentras francamente mal, sopesas la posibilidad de ir a urgencias ya mismo, pero no te ves como podrías conducir. Asustado piensas que mañana estarás mejor. La cabeza no para de darte vueltas y sientes náuseas. Intentas pensar positivamente, pero te cuesta demasiado. Algunos interrogantes rondan por tu mente. Puede que sea algún tipo de virus o tal vez sea apendicitis?
Desorden
Un fuerte dolor de cabeza me despertó y al abrir los ojos una luz cegadora traspasó mis sentidos, unos potentes focos me castigaban con un insoportable calor y la sensación de colapso recorrió todo mi cuerpo en décimas de segundo. Apenas podía moverme, unas correas de cuero me maniataban a una cama y respirar fue sin duda un esfuerzo agotador. No recordaba nada y no sabía en donde estaba. Un desagradable e intenso olor a narcótico rodeaba todo el lugar. Comprendí de inmediato que se trataba de la habitación de un hospital o una clínica, no obstante, fui incapaz de imaginar el por qué de mi situación. El silencio rodeaba la estancia de manera fantasmal y esa maldita pestilencia seguía penetrando en mi organismo de manera irrevocable. Traté de incorporarme pero fue en vano, el sudor recorría toda mi espalda y sentía escalofríos. Pude visualizar de manera efímera lo que me rodeaba. Todo era de un blanco inmaculado, en la pared que estaba justo enfrente de mí, un reloj con números romanos marcaba las cuatro y cuarto.
Levemente percibí el sonido de una melodía que me era familiar y fue aumentando hasta que se me hizo intolerable. Súbitamente me incorporé y mis ataduras se habían evaporado. Apague el móvil y allí, delante mía, proyectados sobre la pared, unos enormes dígitos rojos procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Me incorpore perezosamente, hastiado de vivir y confuso, maldita pesadilla. Quizás cene demasiado anoche. Tenía dolores por todo el cuerpo, había salido a correr el día anterior impulsado por un aire tenaz de cambio inmediato y estaba pagándolo caro. Disfrutaba ya algún tiempo de la promesa que me hice de no volver a luchar contra la inevitable existencia de mis tejidos adiposos, pero la proximidad del verano mientras observaba mi perfil frente al espejo llevaron al traste mi experiencia de abandono y olvido de la salud.
Era primavera. Al asomarme por una de las ventanas de mi amplio balcón comprobé el paisaje intentando atisbar algún síntoma de la borrasca inesperada que habían anunciado los partes la noche anterior, pero todo parecía tranquilo. Algunas golondrinas revoloteaban vertiginosamente cerca de la fachada y una ligera brisa de levante movía las pequeñas ramas de los árboles, acariciándolos de forma suave y rítmica. A lo lejos, el cielo se veía totalmente despejado. Durante mi estancia ese día en mi puesto de trabajo no recuerdo gran cosa, ande algo despistado y solo pensaba en el maldito sueño, en la sala blanca.
Al llegar a casa, estacioné el coche en doble fila, coloque los intermitentes de emergencia y encendí la radio. No solía hacerlo, pero la ausencia de los nubarrones que anunciaron el día anterior me tenía bastante receloso. Abrasé la punta de un cigarro con un encendedor que me habían regalado. Y ahí estaba yo, sumido en el profundo y decadente mundo de la nicotina, aspirando lentas dosis de muerte, sin prestar atención a las calaveras de denso humo que me rodeaban y abstraído en las noticias reveladoras, que todavía no sabía, pero iban a cambiar la historia de mi vida de forma irreversible.
Aclaré los ojos, pero no vi nada hasta que me acostumbré a la penumbra. Permanecía atado y en aquella habitación, el olor se había disipado y el reloj frente a mi marcaba la siete y cincuenta y cinco. De repente se abrió la puerta y entró una mujer vestida de enfermera, cuarenta y tantos, melena oscura, tez pálida y mirada inquietante. Allí se quedó un buen rato sin decir ni una sola palabra, observando fijamente como yo la observaba.
De repente, ella retrocedió asustada y pulso un botón, que hasta entonces me había pasado desapercibido. En un abrir y cerrar de ojos, entró apresuradamente un hombre con bata que me aguijoneó de manera fulminante algún tipo de calmante.
Estaba flotando en un mar negro de agua tibia. Era de noche y tan solo un par de estrellas en el cielo iluminaban tenuemente a mí alrededor. Notaba que algo me rozaba constantemente debajo del agua, pero curiosamente no tenía ningún miedo, oía el romper de las olas cerca y me mantuve en calma durante unos minutos. Con pausa nade hasta la orilla y allí en la playa, entre penumbras, observe cientos de criaturas retorciéndose de dolor, aullando en silencio. Quise acercarme en sigilo, pero cuanto más me aproximaba, más nervioso estaba y chapoteaba frenético sin control. De repente todas esas formas sin conducta reconocible quedaron inmóviles, fijándose en el mar. Comenzaron a entrar pausadamente en el agua, sumergiéndose aleatoriamente y una fascinación esotérica se apoderó de mí. Buceé al encuentro de aquellos seres durante unos interminables segundos, pero no vi nada, agotado por la falta de oxigeno regresé a la superficie y allí en lo alto del cielo, había una entrada a otro mundo. Unas enormes notas musicales empezaron a brotar del aire y mientras se desvanecían se iban transformando en una sinfonía estridente y ensordecedora.
Apague el móvil y allí, delante mía, proyectados sobre la pared, unos enormes dígitos rojos procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Circunstancia
Al levantarte por la mañana vuelves a vomitar. Coges cita con el médico y te precipitas a la consulta. Son las diez y diez, pero te obligan a mantener tu turno recostado sobre la silla incómoda de la sala de espera. Te gustaría acostarte para mitigar el maldito dolor que no cesa. Un par de ancianos te repasan una y otra vez de arriba abajo, tu ropa deportiva elegida al azar apresuradamente no les debe reportar mucha confianza. Te quedas solo. Pasan los minutos. Se abre la puerta y el doctor con una voz sólida menciona tu nombre. Tras explicar los síntomas te explora y te da su valoración. Posible apendicitis. Debes de ir sin perder ni un segundo a urgencias! El sudor corre por tu espalda como lo hace el champan en las bodas.
Llegas al hospital albergando todavía una posibilidad de que todo sea un error. Tras una rápida observación piensa que solo conoces una zona donde hayas visto más gente y eso es cuando en algún lugar colocan la palabra gratis, esta palabra sin duda, es capaz de colapsar edificios y perturbar mentes sanas. Enfrente de ti hay una ambulancia con las puertas abiertas de par en par, espontáneamente no miras en su interior, a tu izquierda un grupo de personas se agita entre gritos y sollozos por el contenido que trae el vehículo en cuestión. Entras desconcertado y las personas revolotean de un lado a otro como presas del pánico, preguntas y te dirigen a un mostrador. El caos que se respira sobre todo entre la gente más mayor, es digno de un ataque de histeria. Pero en el fondo, todos tenemos prisa, todos necesitamos asistencia para ya, todos somos sinónimos de urgencia inmediata. Porque el dolor propio o familiar modifica tu conducta y te reconvierte en instintivo animal.
Te entregan una pulsera púrpura de papel con tu nombre y demás documentación y eres enviado al mostrador de al lado, donde una mujer recoge tus papeles y rellena con pegatinas varias hojas. Son aproximadamente las once y veinte de la mañana. A tu alrededor, decenas de caras mortecinas, enfermas, adolecen en silencio. Los más ruidosos, suelen ser familiares y conocidos, inquietos por la espera. Te sientas y asombrosamente no tardan en aludirte por una pésima megafonía, así que ignoras al lugar donde debes acudir. La sala de clasificación (triage[1]) es tu destino inmediato. Es el título de una película que viste recientemente en versión original con subtítulos, en el que un médico de alguna guerra de oriente clasificaba mediante colores a los enfermos. Por desgracia o suerte para algunos de ellos, esta clasificación terminaba con un tiro en la cabeza.
Entras en la sala presidida por tres mujeres que están de espalda y muy atareadas. Despojado de tu cazadora tomas asiento. Una chica joven te toma tensión en el brazo izquierdo, mientras otra te sujeta con una tira elástica por encima del bíceps. Estas tranquilo, excepto por el dolor incesante en tu abdomen. Son incontables las veces que te han extraído sangre y las agujas no suponen un problema para ti.
Restriega el algodón buscando la vena y apartas momentáneamente la vista. Sientes el pinchazo y un dolor insoportable, aprietas los dientes mientras evitas gritar, hasta que ya no puedes mas. Mala suerte, te ha tocado la novata de turno. Una de las otras dos, rubia, alta y con gafas, se gira y tomando la aguja sin guantes de látex pincha la vena correcta mientras le indica a la joven que saque tres muestras. A continuación te dejan un vial instalado por lo que pueda suceder. Sales de la sala insultando por dentro y una corriente de aire frio te pone la piel de gallina.
[1] Triaje o triage es un método de la Medicina de emergencias y desastres para la selección y clasificación de los pacientes basándose en las prioridades de atención privilegiando la posibilidad de supervivencia, de acuerdo a las necesidades terapéuticas y los recursos disponibles. Trata por tanto de evitar que se retrase la atención del paciente que empeoraría su pronóstico por la demora en su atención. En situación normal se privilegia la atención del paciente más grave, el de mayor prioridad. Ej.: paro cardiaco. En situaciones de demanda masiva, atención de múltiples víctimas o desastre se privilegia a la víctima con mayores posibilidades de supervivencia según gravedad y la disponibilidad de recursos.
Perversidad
Era verano y me encontraba disfrutando de unas buenas vacaciones en casa de unos amigos en la playa. Que tiempos! En las partidas de dómino a la sombrita y apartando alguna que otra mosca te jugabas más que el honor. Los que perdían recogían y pelaban higos de pala para todos. En los días de olas, hacíamos el cafre estampándonos como suicidas contra la orilla y por la tarde podíamos jugar al baloncesto, preparar alguna barbacoa o revisar el yacimiento de revistas porno. Quedábamos con las amigas, jugábamos a las cartas, a las películas, al escondite, a tocar la guitarra o a ver simplemente las estrellas. Había tanta variedad, hay tanta variedad.
Pero no, ese día desempolvaron la armería. Dos carabinas de bolines o perdigones y hastiados por el aburrimiento empezamos a disparar a latas y botes que apilábamos cerca de la Ermita. El problema radicaba en que la facilidad del objetivo te creaba tal ansia, que pronto se buscaron blancos móviles sobre los que disparar para echarse unas risas. Había por aquel entonces, que lo mismo hoy también, una gran cantidad de ellos, cagándolo todo a diestro y siniestro y claro, nuestro odio era fácilmente perdonable. Aunque he de reconocer que no me regocijaba hacerle daño a aquellos animales, pero contagiado por la ira y sin ánimo de hacer mucho mal, espere mi oportunidad sin remordimientos.
Caía la tarde y se poso en aquella tapia cercana, con aire bravucón. Lucia albo pero con manchurrones. Se le veía tranquilo y despreocupado. Agarré con firmeza la escopeta, aguante la respiración, le apunte en el culo y disparé. Todos quedamos sorprendidos al ver que no movió ni un bigote. Imposible!! Cargué y volví a disparar jaleado por mis amigos. Entonces sí, salto en silencio la bestia, que cayó dos metros a ras de suelo. Yacía sorprendentemente inmóvil. Nos acercamos y comprobamos estupefactos que el minino estaba muerto. No pude recuperarme sicológicamente de aquello durante mucho tiempo, aquella muerte inútil, todavía hoy, me oprime en la memoria y en mi conciencia.
Trámite
Una mujer adherida a una silla de ruedas pierde la conciencia. Su marido, se quebranta los nervios con la parsimonia del personal sanitario que pasa alrededor. La situación se tensa aún mas cuando la pobre expele un vómito oscuro como la noche, pringándolo todo a su alrededor. Son las dos y cuarto. Continúa tu espera y tu dolor, comienzas a desesperarte. Atraviesas la sala buscando cambiar de aires, pero aquí cualquier rincón te parece igual. El bullicio de los personajes de este lugar es incesante, de allí para acá constantemente, en un baile que parece no tener final. Aturdido buscas un sitio donde relajarte. Quisieras acostarte en alguna cama pero no hay nada parecido. Observas en la habitación de una consulta algunos sillones y decides entrar. Allí dentro hay gente como tú, esperando su momento. Te acomodas y sientes algo de alivio al poder evadirte del murmullo del pasillo. Te encapuchas y echas la cabeza en el respaldo.
Caos
Iba andando por la calle. Me sentía libre pero cautivo al mismo tiempo. Estaban robándome algo que era mío, algo que no podía compartir con nadie, y lo peor de todo, regresarían por más cada vez que pudieran sin que yo lograra impedirlo. Esa obsesión me atormentaba y no me dejaba respirar con tranquilidad, andaba todo el tiempo a la defensiva, desconfiado, atento a cualquier movimiento extraño. Esa noche mientras intentaba conciliar el sueño una acorazonada me sobrevino y el crujir de las maderas en la parte inferior de mi casa termino de situarme en alerta. Conseguí un gran destornillador de punta plana, olvidado en la mesilla de noche, fruto de unos arreglos del día anterior y me deslicé silenciosamente detrás de la puerta. El corazón me oprimió el pecho mientras unos pasos contundentes subían escalera arriba, me situé en posición de asestar una estocada mortal. Estoy tendido en la cama y un gran dolor me recorre el estómago. Apenas puedo incorporarme, tengo una herida sangrante y la sensación de que me han robado algo que es mío. La tez blanca, los anteojos chamuscados y ese sombrero de cuero negro con insignias, fue lo último que recuerdo.
Levemente percibí el sonido de una melodía que me era familiar y fue aumentando hasta que se me hizo intolerable. Apague el móvil y allí, delante mía, proyectados sobre el techo, unos frívolos dígitos azules procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Me incorporé perezosamente, al abrir los ojos vi una cascada de agua procedente del deshielo, aquella incesante y copiosa nieve que no paro de caer la noche anterior, había inundado todo el valle de peces ambarinos y esmeraldas. Saque mi cámara de fotos y comencé a encuadrar paisajes entre la broza dorada. Aquellas piedras bien anguladas poseían estructuras orgánicas que formaban figuras geométricas de color aguacate y tuve la suerte de ofrecerme un buen trabajo. De regreso a casa me despoje de la llave principal que entro por la cerradura como despidiéndose de mí. Era una llave antigua, grande y oxidada de aleación, la cerradura tenía una gran abertura y bajo si, unas iníciales extravagantes mostraban la palabra G.A. La nieve cae persistentemente, una y otra vez, implacable, indómita, los copos perfectos se acumulan por todas partes y una despreocupación extrema se apodera de todas mis emociones.
Apague el móvil y allí, delante mía, proyectados sobre el techo, unos frívolos dígitos azules procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Expectativa
Alguien te mueve. Son las tres pasadas. Entras en una consulta y allí un doctor con barba te diagnostica. La analítica y los síntomas parecen mostrar lo que ya temes, es una apendicitis. No obstante, deben realizarte pruebas complementarias. Sigues las indicaciones del médico y lo acompañas hasta un pasillo. Deberás esperar tumbado. Amablemente una enfermera te pide que llenes una muestra de orina en el aseo cercano. Al regresar tres mujeres te esperan en una habitación que acaban de desalojar. Piden que te desnudes y te pongas una bata blanca, a continuación se marchan deslizando tras de sí la cortina. Torpemente comienzas a quitarte la sudadera y la camiseta cuando una de ellas entra de nuevo a tu lado. Toman tu temperatura corporal y te acuestas. La cortina se abre nuevamente y entran dos personas mas. A través del vial te colocan una botella de suero y otra de analgésico. Te sientes extraño en este mundo, indefinido, ajeno a lo que sucede a tu alrededor, a pesar de que eres seguramente coprotagonista junto con tu apéndice, de estos sucesos. La cara del celador es familiar, un antiguo compañero de travesuras por las callejuelas de tu barrio cuando eras muy joven. Te traslada a un pasillo con las siglas P-9 y coloca tras de ti unos biombos para guarecerte de la corriente de frio que se genera en el corredor.
La chica, la chica de cara pálida no para de quejarse, susurras entre dientes. Desde hace un buen rato sus lamentos estan inquietando a todo el mundo. Al incorporarte levemente solo alcanzas a ver su cuerpo. Permanece en el mismo pasillo que tu y no parece obtener consuelo de nadie.
Prestar atención al gotear rítmico del suero. Siempre pensaste que se sentía dolor cuando lo veías en la televisión, pero no es así. La otra botella está vacía. No te inquieta, pero preguntas a la primera persona de blanco que cruza sosegada por tu lado. Es alucinante, hasta tres personas distintas te escuchan y tres son las versiones diferentes que proponen. Optas por no preocuparte si sigue vacio. La hora de la ecografía se acerca, pero lo que realmente te incómoda es una más que posible intervención quirúrgica.
Con un estado de falsa calma, tratas de disociar la operación y el sufrimiento. Pero sencillamente no puedes.
Enfrentamiento
Hacia frio en el acceso a pie desde la carretera a la casa. Se aproximaba la Navidad y nos habíamos juntado toda la familia en un acto sin precedentes, lejos de nuestra ciudad natal. Era una casa enorme con grandes estancias, piscina, zona de juegos, aparcamiento y demás dependencias típicas de una casa rural de hoy en día. Lo que la diferenciaba del resto sin duda, era el molino y el riachuelo que albergaba en el patio contiguo y que conformaba una altura de tres pisos, totalmente integrado con la vivienda donde nos alojábamos. Tuve la suerte de poder verlo por dentro, las maderas respiraban todavía y el interminable enjambre de poleas, correas y demás maquinaria, invadía habitación por habitación haciendo de la visita un paseo laberíntico y dinámico. En la sala principal los enormes engranajes parecían cobrar vida y el sistema eléctrico propio de una película de miedo, permanecía lleno de telarañas. Alrededor, la vegetación autóctona de la zona invadía grandes zonas. Naranjos, limoneros, cipreses y una extensión de cañizo en la rambla cercana, dominaban el paisaje. En la zona posterior junto a unos columpios, algunos pinos se imponían majestuosos por encima del tejado de toda la vivienda.
Al caer la noche salí a comprobar la temperatura y alborozarme en el frio seco de los pueblos de interior. Entonces allí, bajo la emisión tenue del interior, vi un minúsculo charco que reflejaba la luz de la luna. Me aparte con cuidado para no pisarlo y mire hacia arriba. El bonito yacía inerte del farolillo principal de la fachada. Pénduleaba allí colgado de un alambre, partido por la mitad y con una caña dorada que lo crucificaba. El olor que antes me había pasado desapercibido, arañaba ahora mis sentidos cabalgando sobre una ligera brisa. Di un pequeño paseo más allá del riachuelo artificial que corría paralelo a la casa, la oscuridad envolvía prácticamente todo y a mis pupilas le costaban habituarse a las sombras. Pase cerca de la barbacoa, vi algunas estrellas entre la malla cuadriculada que amparaba el crecer de unos tallos nuevos de vid y escuche el ladrido de unos perros en la lejanía. Me aligere la vejiga a lado de una higuera castigada por el tiempo y entonces note su oculta presencia. Era enorme, inmenso. Sobrecogido, retrocedí maldiciéndolo. Y me aleje, si no temeroso, un tanto impresionado. Regresando entre el angosto y sinuoso camino, percibí de nuevo que me acechaba y avive mis pasos para protegerme con la luminosidad de la casa. Pero al llegar a la entrada estaba esperándome. Desafiante, altanero, burlón. Miraba al bonito a la par que me miraba a mí. Me llene de valor y avance con paso firme. Y allí estábamos los dos, frente a frente. La proyección de mi sombra sobre el frio y grisáceo suelo hizo que fijara sus ojos en mí, entonces hubo un reto de testosterona. Unos segundos de silencio abismal. El pánico tuvo que ser. Tensione los músculos de mi pierna derecha y como el proyectil recorre el ánima con velocidad vertiginosa, mi pie alcanzó el espinazo de la bestia lanzándola contra el empedrado. Esbocé una mueca de satisfacción, había sido tan rápido que ni siquiera él pudo esquivarme el golpe. Se ocultó gimiendo entre los arbustos y en los días posteriores no volví a verlo..
Al entrar, mire de nuevo al terso bonito que había sido testigo mudo de los acontecimientos. Resplandecían colores azulinos y nacarados en su lomo, pero tras mirar en sus profundos ojos azabaches, pude comprender que algo no marchaba bien.
Catalizador
El humo me robaba el oxigeno de los pulmones, intente escapar del gran fuego que aquel ave había provocado. El bronce débil se retorcía como una astilla de paja seca, las jaulas vacías, ajedrezadas y especiales, silbaban a la muerte desde su condición de incombustibles. El vidrio y el cristal explotaban como granadas, incrustando sus delicadas y frágiles esquirlas en todos los tablones de anuncios. Estaba en el hangar abandonado. Recuerdo sus grandes techos y como el suelo de cerámica china reflejaba los rayos del atardecer. Las vidrieras llenas de vivos matices, chapoteaban de colores las paredes, era todo un espectáculo.
Levemente percibí el sonido de una melodía que me era familiar y fue aumentando hasta que se me hizo intolerable. Apague el móvil y allí, delante mía, unos minúsculos dígitos verdes procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Veía las banderas y estandartes agitarse al viento. Los tambores retumbaban y las trompetas penetraban hasta en los oídos más cobardes. Se acercaba la hora. Nunca negué mi traición, pero es que jamás me atraparon. Y escondido bajo el disfraz iba a ser testigo de la ejecución de aquel inocente. Intentaba alzar los brazos como buscando una explicación y solo encontraba más preguntas. Infectado, le susurró con voz trémula y perturbada respiración, el corpulento verdugo. Infectado por el amor hacia aquel maldito pájaro de fuego resplandeciente y en sus manos bañadas de polvo seco se apreciaba aun el olor de la tierna y embriagadora combinación de nitrato potásico, azufre y carbón. Cuando soplaba el viento fuerte del este, todavía se veían revolotear en suspensión, ingrávidas, quizás las últimas más bellas plumas purpúreas que tendrán oportunidad de saborear mis sensitivos ojos.
Un fuerte ruido me lanzo de la cama. Aturdido por el estruendo, permanecí sentado sobre el borde de la cama con cara de idiota. Apague el móvil y allí, delante mía, unos minúsculos dígitos verdes procedentes de un despertador en desuso, marcaban con terrible exactitud la hora de ir a trabajar.
Apertura
Atraviesas la estancia mirando las luces del techo, las protuberancias de algunas partes del suelo hacen vibrar la camilla recalcándote el dolor que padeces. Abren unas puertas y entras de espaldas a una sala llena de monitores, son abatibles y se tornan tras de ti. Hay seis personas esperándote, tres varones y tres féminas. Sientes como la sonda de ultrasonidos aplasta tu abdomen de forma molesta. Uno de ellos habla con acento sudamericano, está claro que lleva la voz cantante. El que realiza la prueba insiste en mi lado derecho y todos prestan atención a la pantalla. Parece que no hay líquido. Intentas bromear acerca del sexo de la criatura, pero no resulta ser muy gracioso, por lo menos al principio. Deciden empezar por ti, opinan que eres el que esta mas grave. Todos abandonan el recinto exceptuando la mujer que te empuja hasta fuera. Eres subido en el ascensor mientras oyes como se ríen celadores y enfermeros. Un hombre se te acerca con una afeitadora y comienza a rasurarte la zona de intervención. Son las siete y cuarenta y dos minutos. Se acerca la cirujana y te hace firmar unos documentos. Se acerca el anestesista y te hace firmar más papeles. Estas tranquilo, el momento de conocer un quirófano en primera persona, ha llegado.
Todo es de color verde manzana. Unos potentes focos circulares iluminan la estancia. Hay muchísimo personal alrededor con mascarillas, batas y patucos. Te incorporas y por ti mismo pasas de la cama a la camilla que esta dura como el mármol. De color negro, estrecha, fría, expectante. Estiras los brazos sobre armazones auxiliares mientras dices tu altura y peso. Te despojan de la poca ropa que te quedaba. Comienzan a conectarte todo tipo de artilugios, parches y pequeñas ventosas para conocer en todo momento tu frecuencia cardíaca y tu tensión arterial, unos círculos pequeños con pinchos en la frente del que desconoces su utilidad. Y el vacio.
Venganza
Hubo un apagón general y la oscuridad junto al griterío se apoderaron de todo el burdel. Me arrastre por el suelo, embadurnado de crema y desnudo, entre los tobillos de la dos chicas que habían alquilado mis servicios. Alcance la ventana y descendí por la cañería rota mientras me rozaba con toda la mugre. La calle estaba realmente oscura pero corrí con todas mis fuerzas. No se quienes eran, pero volvían a por mas. Fueron horas interminables a través de un denso bosque lleno de piedras y raíces que me lastimaba sin escrúpulos. Agotado me tendí a lado de la gran encina. Tenía alrededor de unos veinte metros de altura, de copa amplia, tupida y redondeada. Me tendí sobre la hierba y apoye mi cabeza sobre el tronco.
Los puercos campaban a sus anchas devorando los frutos esparcidos por el suelo. Me sentía débil y enfermizo. Aquel olor pútrido me indicaba que los cerdos se habían estado cagando alrededor mio toda la noche. Un gato descendió por el tronco del árbol. Su mirada era especial, hipnótica. Se contorneaba con exquisita elegancia moviendo la cola de un lado a otro, sin embargo no parecía natural. No parecía como otros gatos que yo había visto en mi vida. Y de repente no pude moverme, trepó a mi hombro y me susurró:
- Áscaris lumbricoides
Salté a la carretera y pare el primer coche que llegó. Era grande y azul. La puerta derecha de la parte de atrás mostraba signos de un accidente reciente y en la rueda había una gran cantidad de miel que procedía del depósito. Un perro con la cabeza metálica se arrojó sobre mis testículos y estuve peleando durante horas hasta que el hombre del parche en la cara pudo apaciguarlo.
Resentimiento
Un desconocido de verde te despierta anunciándote que ya has sido operado. No sientes dolor. Estas en la sala de reanimación. Es curioso a lo largo de tu vida has sufrido en alguna que otra ocasión las inclemencias externas de este mundo hostil, de las que puedes destacar; Fisura de peroné, desgarramiento de la falange distal, gastroenteritis, colesterol por las nubes, fascitis plantar, varicelas y gripes varias, trombosis hemorroidal, clavarte púas y grapas, sufrir taquicardia e hipotermias, una mordedura de gato, tres accidentes de ciclomotor, uno en motocicleta, dos con el coche, una intoxicación de mejillones, picaduras de medusas, avispas y hasta una araña. Y más marcas que desconoces, porque recuerdas haberte amoratado algún ojo en más de tres ocasiones, haber perdido el conocimiento por lo menos dos y tienes la cabeza llena de cicatrices. Así que tienes dos cosas muy claras. Una, te parieron en un cuerpo diseñado para resistir. Y la otra es que ese puto Gato Autómata se aprovecho de tu inconsciencia provocándote una apendicitis aguda que ha derivado a peritonitis. Mientras te recuperas sobre la cama, confundido y mareado, notas un resquemor en el interior de la boca, debe de ser de la intubación durante la anestesia. Al intentar mover la pierna derecha un inquietante latigazo recorre tus genitales, hurgas con tu mano y compruebas horrorizado, que te han instalado una jodida sonda uretral que te hiere hasta el alma.
Fin
Ahora el mundo de grandezas ha decaído.
Se ha reducido a lo que el más estúpido puede comprender.
Los pobres tesoros de un baúl de exilio,
no incluyen un pasaporte para ese país de maravilla,
aunque te hayan dicho que eres ciudadano suyo.
El escenario ha cambiado, el clima es malo.
Las fatales máscaras son faces, los dioses hombres son.
Largas las noches y ninguna mágica.
Pero incluso allí hay desconocidos.
Then & now
Babette Deutsch